domingo, 26 de septiembre de 2010

Nuestra Señora de los Donores (1)


Ésta es la primera entrega de mi cuento "Nuestra Señora de los Donores", publicado en la colección "Sin Censura" de la Biblioteca Pública Piloto.

Nuestra Señora de los Donores
2010, Juan Diego Gómez Vélez

Era un corazón rojo y dorado, pero no era un corazón de mentiras: tenía todas las venas y arterias y demás detalles, como los que uno ve en las carnicerías. Sólo que éste era diminuto y estaba hecho de oro y vidrio de color.

Era demasiada tentación para un niño de mi de edad.

Se destacaba entre los demás exvotos, unos también de oro y otros de plata, que llenaban las paredes de la capilla. Eran piernas, brazos, hígados, manos, lenguas, dedos, estómagos, ojos, pulmones, narices, riñones, había copias de cualquier parte del cuerpo que yo podía nombrar y de muchas otras que no conocía. Brillaban aquí y allá tras el humo del incienso, con las luces de colores que se filtraban a través de los estrechos vitrales.

Yo tenía ocho años y ya había aprendido lo que eran los exvotos. Nuestra vida, la de todos los que nacemos en el valle gira siempre en torno a ellos. También había aprendido que me podía meter en problemas si agarraba ese corazón. Los niños no podíamos coger los exvotos, por más bonitos y brillantes que nos parecieran. Solamente estábamos ahí para acompañar a las mamás.

En el centro de la capilla estaba la imagen de la virgen, rodeada por cientos de velas encendidas. El resto de la catedral permanecía en penumbras. La imagen de Nuestra Señora estaba vestida de blanco y tenía un manto negro con bordados dorados. Su rostro era pálido y tenía lágrimas de vidrio en las mejillas. Hacía muchos años, cuando la instalaron en la capilla, llevaba al niño Jesús cargado, pero ahora de él ya sólo quedaba un montoncito de escombros a los pies de la virgen. Ella no tenía manos, los brazos estaban rotos a mitad del antebrazo.

La larga fila de mamás recorría lentamente el estrecho espacio entre la virgen y los exvotos. Yo estaba cansado y aburrido, llevábamos en esa fila desde las tres de la mañana, esperamos horas antes de que abrieran la catedral y todo porque mi mamá quería ser de las primeras en entrar. Igual tenía que estar calladito. Todo el mundo estaba en silencio y sólo se escuchaba una y otra vez el canto pregrabado del Ave María.
Mamá se detuvo a contemplar un grupo de exvotos de plata en forma de riñón. Yo aproveché su descuido y le eché mano al corazón. Nadie se hubiera enterado de no haber sido porque detrás del corazón se vinieron abajo dos docenas de exvotos.

“¡Le dije que no tocara nada!” Mi mamá nunca nos pegaba, pero a veces ponía esa voz que nos dejaba pálidos. “A ver, ¿Qué fue lo que cogió?”

La miré con los ojos más inocentes que pude conseguir y negué firmemente con la cabeza.

“Respóndame, pues. A usted no le han sacado la lengua.”

Le mostré ambas manos con las palmas abiertas. Vacías.

“Abra la boca.” No era fácil engañarla. Durante dos largos segundos consideré seriamente la alternativa de tragarme el corazón, pero caí en cuenta que un extremo de la cadenita se asomaba acusador entre mis labios, así que me di por vencido.
Saqué la lengua y mi mamá cogió el corazón, todo lleno de babas. “¿Usted sabe lo que le puede pasar si lo descubren con esto a la salida de la catedral?” preguntó, mientras lo limpiaba con la falda y lo volvía a poner en su sitio.

“Entiéndame, hijo. Yo lo que quiero es lo mejor para usted y para sus hermanos.” Ya no parecía estar tan molesta. Juntos recogimos los demás exvotos del suelo.

Después ella escogió dos de los riñones de plata, y tomó también cuatro dedos de oro, (uno era un pulgar) y una nariz. Todo lo metió en una bolsita de tela negra y se la guardó en un bolsillo. “Con esto tenemos para cumplir la cuota,” me dijo, “para eso madrugamos tanto, más tarde no quedan sino hígados y pulmones.”

“Y corazones.” Dije yo.

-∞-

Los domingos eran los días en que más turistas venían al valle. Turistas y peregrinos.
Cada año llegaba más gente y había filas de autobuses para entrar a las explanadas que se habían habilitado como parqueaderos. Todos venían a visitar a Nuestra Señora de los Donores.

Mi familia administraba una de las tiendas de artículos religiosos en la calle del frente de la catedral. Vendíamos estampitas y escapularios y también imágenes de yeso de la virgen en distintos tamaños, nuevas, con el niño todavía intacto, pero ésas no se vendían bien. Lo que mejor se vendía eran los exvotos: el mostrador central estaba lleno con cajitas de cartón, cada una con la muestra pegada a la tapa con cinta adhesiva, ésta una oreja, la otra un páncreas, la de más allá un pie. Las cajas estaban organizadas según un orden anatómico que mis hermanos mayores dominaban a la perfección.

Los que compraban exvotos eran más que todo los peregrinos, para luego colgarlos en las paredes del santuario de la virgen. Las horas de visita para ellos eran en las tardes, ya pasado el mediodía. Nunca coincidían con nosotros dentro de la catedral.
A veces los turistas compraban algún exvoto, como souvenir, por eso había que encargar nuevos a los talleres de vez en cuando. El resto volvían a las tiendas, una vez habían cumplido su cometido.

-∞-

A mí no me gustaba ayudarle a mis hermanos mayores en la tienda. Yo prefería juntarme con mis amigos y repartir volantes a los visitantes. Lo hacíamos por las propinas que nos daban los turistas. Nos vestíamos con la peor ropa y la ensuciábamos a propósito, y entonces las señoras nos miraban con ojos encharcados y nos daban más plata. Casi siempre se tomaban fotografías con nosotros.

De todos, la que más éxito tenía era mi amiga Lucía. Ella tenía entonces diez años, dos más que yo, y unos ojos azul profundo, con manchitas tan brillantes que parecían de oro.
Lucía era tan bonita que alguna vez usaron una foto suya para la publicidad. La llevaron a la costa, solamente para tomarle la foto: La cara de ella aparecía en primer plano y el mar atrás, del mismo azul de sus ojos. Ella lo único que quería era bañarse en el mar, pero los señores de seguridad ni siquiera la dejaron mojarse los pies.

Ese mes todos querían tomarse una foto con la niña del volante. No sólo los turistas, también los peregrinos.

Montamos todo un espectáculo: Mientras Lucía posaba con la gente, los demás hacíamos bulla con pitos, matracas y tambores improvisados, y nos turnábamos para leer con voz muy seria las frases de los volantes.

“¿Por qué esperar a que le fallen los riñones? ¡Remplácelos hoy mismo y aproveche nuestros cómodos planes de pagos!”

Los que no estaban en la fila para la foto, nos hacían un corrillo.

“¿Sabía usted que cultivar un nuevo órgano en el laboratorio le cuesta entre siete y ocho veces más que la alternativa natural? Además, ¿Quién quiere esperar diez años para estrenar páncreas? ¡Libérese ya de la diabetes!”

Leíamos con perfecta entonación y sin tropezar en las palabras. Para ese entonces ya habíamos aprendido todo lo que en el colegio nos podían enseñar: leer de corrido y escribir con letra pegada y despegada, también sumar y restar, y hasta multiplicar.

“Decídase por la alternativa natural. No se arriesgue con órganos construidos en fábricas, con procesos artificiales y cientos de productos químicos. Y recuerde, ¡No le cuesta más!”

Llegó entonces mi turno, preciso en la frase con la palabra largota.

“Ciento por ciento garantizado. Completa compatibilidad con su sistema i-nu.. i-nu… ¡I-nu-mo-lógico!” Obviamente los pitos resonaron, burlándose sin misericordia.

“Sistema inmunológico.” me corrigió uno de los turistas. Tenía todo el pelo blanco y unas gafitas redondas. “¿Sabes lo que es el sistema inmunológico?”

Lo miré con mi cara de tonto. Se supone que los turistas no preguntan cosas como ésa.

“Es una cosa que tenemos en la sangre para que no nos enfermemos.” Acudió Lucía en mi auxilio.

“Muy bien, jovencita.” Respondió el turista de gafitas redondas. “Pero esa cosa también hace que nos enfermemos cuando recibimos un transplante que no viene de un donante universal, por eso son tan importantes.” Sonrió y le entregó un par de billetes.
Lucía le devolvió la sonrisa y después se tomó varias fotos con él y con la esposa.

-∞-

Más tarde, cuando Lucía y yo estábamos contando el dinero recogido en el día, le pregunté: “Lucía, ¿qué es un donante universal?”.

Lucía terminó de contar un morrito de monedas de cien. “Creo que es otra forma de decirnos a nosotros los donores. Es como nos llama la gente que escribe en los libros y en las revistas.”

“Ya… ¿y por qué no dicen simplemente donores?”

“¡Yo qué sé!” Respondió distraída.

-∞-


(continuará)

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